El Señor dijo a Abrán: «Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre,
hacia la tierra que te mostraré.» (Gn 12,1)

 

«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa,
¿con qué la salarán? » (Mt 5,13)

Ser cristiano es salir y es ser sal. Encarnar el mensaje de Dios en el mundo. Decir a todos que Dios ha irrumpido en nuestra vida, en nuestra historia, con un corazón compasivo y misericordioso: «nosotros somos testigos de estas cosas y también el Espíritu Santo» (Hechos 5,32).

«Sal de tu tierra» tiene este doble sentido. Nos recuerda que estamos llamados a ser sal en nuestra tierra, la porción de mundo -familia, sociedad, Iglesia- en que hemos sido sembrados, donde hemos conocido a Jesús y donde estamos llamados a ser testigos de Su presencia. También nos recuerda que estamos llamados a salir de nuestra tierra, de nuestro nicho de seguridad y confort, irnos a las periferias existenciales -acaso también geográficas- y vivir el mandato del Maestro: «Id… anunciad…».

Un Dios que es amor no puede ser restringido, confinado y silenciado. El amor se comunica, se comparte, migra constantemente. Jesús en el Evangelio es un peregrino que anuncia a los pobres la Buena Nueva de la salvación. El encuentro con Él genera vida, movimiento, misión. Al recibir el Espíritu, aquellos primeros discípulos ―igual que Abraham en el Antiguo Testamento― respondieron a su llamada, poniéndose en movimiento.